Dice María López Vigil en el libro Piezas para un retrato, que recoge la mirada del pueblo salvadoreño sobre su querido obispo mártir, que la biografía de Monseñor Romero es una “paradoja”. Porque es ley de la historia que en la medida en que una autoridad tiene más poder, más se aleja de la gente y más insensible se le vuelve el corazón; y porque es ley de la biología que al envejecer uno se vaya replegando.
En Oscar Romero se quebraron estas dos leyes. Se “convirtió” a los 60 años y fue al ascender al más alto cargo eclesiástico de su país cuando se acercó de verdad a la gente y a la realidad. Cuando los años le pedían reposo inició un vuelo de descenso hacia la tierra y por ella caminó; y en ese tramo último eligió abrirse a la compasión hasta poner en juego la vida.
Eso recuerda un pasaje del evangelio de san Juan. Allí un maestro de la Ley, Nicodemo, busca a Jesús lleno de preguntas y Jesús le habla de la necesidad de volver a nacer. Entonces aquel fariseo vuelve a interrogar a Jesús: ¿puede un hombre viejo nacer de nuevo? Este responde que es posible si nace del agua y del Espíritu. Precisamente, en la peripecia humana del obispo Romero, descubrimos a un hombre mayor naciendo de nuevo del bautismo martirial de su pueblo, del espíritu de un pueblo crucificado.
Monseñor Romero descendió a las entrañas de ese pueblo y allí aprendió compasión por experiencia y se jugó cuanto tenía de dignidades y perplejidades, de prestigio y seguridades en el tablero de la historia. Jugó y (aparentemente) perdió. Pero su vida y su muerte son hoy llama que alumbra el camino de muchos pueblos.
Pueblos y gentes que aún viven del impacto gigantesco de una figura que fue creciendo en medio de una situación nacional durísima y de una pelea de tres años en la que se procuró asesinar, primero, su imagen, buscando incluso removerlo del Arzobispado, para pasar después, de forma cada vez más amenazante, a su muerte violenta. Sin embargo, aquel pastor sencillo marchó sereno hacia la última encarnación de su fe, hacia la identificación con su pueblo asesinado, aceptando la muerte y otorgándole su sentido:
"He sido frecuentemente amenazado de muerte... Como pastor estoy obligado, por mandato divino, a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme... El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será́ pronto realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como testimonio de esperanza en el futuro... perdono y bendigo a quienes lo hagan... perderán su tiempo: un obispo morirá́, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá́ jamás" (declaración al tabloide mexicano El Excelsior).
Palabras proféticas de un obispo pastor y mártir, uno más de los caídos en la refriega. Porque Romero se unió, aquel 24 de marzo de 1980, a la inmensa legión de hombres y mujeres asesinados por su defensa de la justicia, entre la que había otros obispos mártires que le precedieron.
Alguien dijo al conocer el nombramiento del papa Francisco que lo novedoso de la elección es que se hacía papa a un obispo latinoamericano. Es decir, a un dirigente eclesial fraguado en una manera de ser pastor que bebía de las fuentes de la mejor iglesia americana, de la Iglesia martirial, de las aguas del profetismo de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Este 23 de mayo, gracias al papa Francisco, será beatificado nuestro pastor-mártir; un poco antes, quizá, de que lo declare santo, que es como lo reconoce buena parte del pueblo universal de Dios.
Cipriano Díaz Marcos, sj.